La calle Larecaja de Oscar y mis
abuelos
Por Edgar Jorge
Rodríguez Alánez
En
diciembre del 58, mi abuelo Víctor Alanes,
estaba en la cárcel de San Pedro de La Paz, sus minas confiscadas, robadas y
saqueadas por la “revolución”, la revolución eran los nuevos ricos y cualquier
diferencia se arreglaba a bala, o con las balas de los milicianos.
Mi
abuela sin un centavo, estaba alojada y trabajando en la casa de Larecaja. De
esa casa salían y entraban jóvenes de toda laya. A veces con el ceño fruncido a
veces con la mirada de esperanza y sueño.
A veces que esto se acaba y paciencia.
La
justicia, como siempre, como casi siempre, tiene los ojos abiertos, la balanza
tiene fiel adicta a los parabienes materiales, enamorado de Don Dinero,
poderoso caballero.
Los
abogados de la revolución, tenían el tintero de letras al mejor postor, y ese
“industrial minero” revolucionario entraba a la cárcel a fuerza, mi abuela había pagado para ello. Mi abuelo Víctor y su
contrincante juntos allí en San Pedro, en La Paz el uno vociferando revolución, mi abuelo
vestido de impecable “camisa blanca”.
La
casa de Larecaja servía de refugio para los enemigos de la revolución. Enemigos
figurados, enemigos por la gracia divina de cualquier funcionario de gobierno,
cuyo dedo, semejante al de la capilla Sixtina, señalando sin razón, a quien le
cupiere su enfado.
Esa
casa de refugio donde varias mujeres cocinaban en olla común era la casa de
Oscar Unzaga de la Vega. Allí llegaba mi
abuela, desde allí se movilizaba mi abuela Sandalia Blacutt, mujer pequeña, de
cabello castaño y ojos que degradaban del verde al café, menudita, ágil,
silueta atlética, cuya sonrisa mostraba sus dientes blancos, escondida en sus
ropas su pistola cargada y lista a combate.
Sus conversaciones con el “apostol” rondaban en la esperanza que el país
cambiaría, que la justicia sería justicia para todos.
Después
del 19 de abril de 1959 se enteraba de la ejecución de Oscar Unzaga de la Vega, días antes estaba allí mi abuela y ni un sollozo, muerto las camisas blancas todavía decían que lo veían conspirando.
Mis
abuelos perdieron sus minas, los revolucionarios quedaron ricos, con minas, contratos
de Colquiri y los famosos cupos. Mis abuelos volvieron a la minería, mozalbete
conocí Amutara, el mineral explotado no pudo alcanzar lo hecho en las minas de ayer, hoy esa
última mina es explotada por chinos.
Mi
abuela murió primero, poco cambió su figura, su amargura y esperanza de sus
hijos es la misma que hoy tenemos a sol y viento con los nuestros. Después mi
abuelo, en manos de su nieto Oscar. Mi madre no lloró en los funerales de sus
padres. Fiel a la templanza de sus padres.
De
entrada, a la política conocí la casa de seguridad de los “camisas blancas”, “el
canto de la juventud” salieron declamando de mis labios, pero otro Oscar, el
poeta de los niños amigo de mi padre cuando estudiaba en Tarija, descubría el
camino seguido. Militante de las utopías, en contra de las dictaduras, con los
mismos sueños de esos poetas, o los sueños de mis abuelos.
Ese
sueño muerto a bala en la casa de calle Larecaja. El de las camisas blancas,
las mismas camisas de utopía de derecha e izquierda, no han muerto, viven en
los jóvenes y en nuestros sueños.
Edgar
Jorge Rodríguez Alánez
C.I.
3081317 - Oruro
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