Por Edgar Jorge Rodríguez Alánez

viernes, 19 de abril de 2019

La calle Larecaja de Oscar y mis abuelos


La calle Larecaja de Oscar y mis abuelos
Por Edgar Jorge Rodríguez Alánez
En diciembre del  58, mi abuelo Víctor Alanes, estaba en la cárcel de San Pedro de La Paz, sus minas confiscadas, robadas y saqueadas por la “revolución”, la revolución eran los nuevos ricos y cualquier diferencia se arreglaba a bala, o con las balas de los milicianos.
Mi abuela sin un centavo, estaba alojada y trabajando en la casa de Larecaja. De esa casa salían y entraban jóvenes de toda laya. A veces con el ceño fruncido a veces con la mirada de esperanza y sueño.  A veces que esto se acaba y paciencia.
La justicia, como siempre, como casi siempre, tiene los ojos abiertos, la balanza tiene fiel adicta a los parabienes materiales, enamorado de Don Dinero, poderoso caballero.
Los abogados de la revolución, tenían el tintero de letras al mejor postor, y ese “industrial minero” revolucionario entraba a la cárcel a fuerza, mi abuela había pagado para ello. Mi abuelo Víctor y su contrincante juntos allí en San Pedro, en La Paz el uno vociferando revolución, mi abuelo vestido de impecable “camisa blanca”.
La casa de Larecaja servía de refugio para los enemigos de la revolución. Enemigos figurados, enemigos por la gracia divina de cualquier funcionario de gobierno, cuyo dedo, semejante al de la capilla Sixtina, señalando sin razón, a quien le cupiere su enfado.
Esa casa de refugio donde varias mujeres cocinaban en olla común era la casa de Oscar Unzaga de la Vega.  Allí llegaba mi abuela, desde allí se movilizaba mi abuela Sandalia Blacutt, mujer pequeña, de cabello castaño y ojos que degradaban del verde al café, menudita, ágil, silueta atlética, cuya sonrisa mostraba sus dientes blancos, escondida en sus ropas su pistola cargada y lista a combate.  Sus conversaciones con el “apostol” rondaban en la esperanza que el país cambiaría, que la justicia sería justicia para todos.
Después del 19 de abril de 1959 se enteraba de la ejecución de Oscar Unzaga de la Vega, días antes estaba allí mi abuela y ni un sollozo, muerto las camisas blancas todavía decían que lo veían conspirando.
Mis abuelos perdieron sus minas, los revolucionarios quedaron ricos, con minas, contratos de Colquiri y los famosos cupos. Mis abuelos volvieron a la minería, mozalbete conocí Amutara, el mineral explotado no pudo alcanzar lo hecho en las minas de ayer, hoy esa última mina es explotada por chinos.
Mi abuela murió primero, poco cambió su figura, su amargura y esperanza de sus hijos es la misma que hoy tenemos a sol y viento con los nuestros. Después mi abuelo, en manos de su nieto Oscar. Mi madre no lloró en los funerales de sus padres. Fiel a la templanza de sus padres.
De entrada, a la política conocí la casa de seguridad de los “camisas blancas”, “el canto de la juventud” salieron declamando de mis labios, pero otro Oscar, el poeta de los niños amigo de mi padre cuando estudiaba en Tarija, descubría el camino seguido. Militante de las utopías, en contra de las dictaduras, con los mismos sueños de esos poetas, o los sueños de mis abuelos.
Ese sueño muerto a bala en la casa de calle Larecaja. El de las camisas blancas, las mismas camisas de utopía de derecha e izquierda, no han muerto, viven en los jóvenes y en nuestros sueños.
Edgar Jorge Rodríguez Alánez
C.I. 3081317 - Oruro